¿A qué sabe el amor?
Por Jassiel Letizia Morales Reyes
¿A qué sabe el amor?
Por Jassiel Letizia Morales Reyes
¿A qué sabe el amor?
Toda alma tiene sus gustos particulares: el romance, el terror, el frío, el sol, las flores, sus aromas... Mi gusto particular, son los sabores, o más específico, el sabor del amor.
Marco dice que sabe a dulce de leche, Andy dice que sabe a mandarina, Karen y Diego sostienen que el amor sabe a sol, y Gerardo y David creen que el amor sabe a arquitectura, y un poco a alcohol. Yo probé el alcohol, pero no me supo a amor; también estudio arquitectura, pero a eso tampoco creo que sepa (sí es dulce, pero, a eso no sabe, ese amor sólo se siente, pero no le encuentro sabor); probé un cachito del sol, creo que me quemó la garganta, entonces eso tampoco debe ser. Quizá Marco tenga razón, o Andy, quizá el amor viene en gajos para comerlos poco a poco, o quizá sea un delicioso dulce de leche que me empalaga cuando lo como. Tanto tiempo pasé pensando en esto, y de pronto, llegó Sebastián a mi vida.
Sebastián me hizo reír una vez, y ahí comenzó todo. Sebastián me hablaba de música, de arquitectura, de lo maravilloso que es el brutalismo: porque todo es pronunciado, gigante, magnífico. Tengo la teoría de que se quería ver a sí mismo en las revistas de edificios. Pero Sebastián no era para nada molesto, ni fastidioso, ni altanero, es más, Sebastián era esa persona a la que escuchas, y le brota calma de la existencia, le brota razón de las palabras, y mucho, mucho, mucho amor. —A veces me pregunto, ¿cómo serías tú si escribieras?, ¿qué clase de textos harías?, o ¿serías más bien de los que meditan? — le preguntaba más seguido de lo que me gustaría admitir, pero siempre recibía respuestas negativas, casi evitándome. Pero era tan claro: Sebastián era un artista con un potencial desperdiciado. ¿Pero cómo? Yo no podía creerlo. A veces creo que escribía en secreto, o quizá hacía poesía, posiblemente era de los que lloran hasta quedarse dormido: escribe en sus sueños, de otro modo, no me creo que fuera tan bueno con las palabras. Vaya uno a saber aunque, lo cierto es que con todo ello, creí que quizá él sabía a qué sabía el amor.
Sebastián y yo pasamos la tarde recostados en el pasto mientras reíamos, compartimos un cachito de cielo. Y como siempre le pregunté — ¿Por qué no escribes?, pero no recibí respuesta. Quise hacer otra pregunta: — ¿No te gusta escribir?, pero nada. La tercera es la vencida, supongo, así que le pregunté — ¿Tú sabes a qué sabe el amor?
Él me dijo que no estaba seguro, pero que debía saber a lo que él más quiere en este mundo: su perro Schnauzer, pero le dije que no le creía, porque yo era vegetariana y claro, yo no quería comerme a su perro. Pero Sebastián sólo rio, y procedió a decir que “él no come perro, pero que seguro a eso sabe el amor”. Él me dijo que no necesariamente se debe, literalmente, probar al amor para saber a qué sabe, o para sentirlo, sino que este sentimiento era más bien algo que tu cuerpo resiente cuando alguien te quiere (y viceversa), y se acompañan. Por ejemplo (y según él), cada que llegaba a su casa después de pasar todo el día en la escuela, su perro lo recibía con su cola de lado a lado para que después se durmiera con él. Entonces comprendí que ese sentimiento va de la mano de la compañía. Pero todavía no me convencía del todo sobre el sabor del amor. ¿Sería ese el momento de dejar de preguntar?, llegué a la conclusión de que sí, eso debía de hacer, porque ahora yo debía responderme lo que tanto preguntaba a mis amigos, e incluso ahora, a Sebastián.
Un fin de semana, vi en Sebastián unos ojos llorosos de verme, él estaba feliz después de no habernos visto en toda la semana. Pasamos el día juntos, frente a la Fuente de los coyotes, en Coyoacán. Cuando nos besamos, decidí prestar especial atención en su sabor. Finalmente, lo supe: sabía a naranja. ¡Pero claro!, sabe a naranja. ¿Cómo no lo vi antes? Besé a Sebastián otras tres veces y de nuevo sabía a naranja. Claro, eso era. ¡Qué maravilloso sabor!, Sebastián era de naranja, ¿no?
Feliz de mi descubrimiento, Sebastián y yo decidimos regresar a casa. En el camino de regreso, mientras abordábamos el metro, comimos mi postre favorito: chocolate. Y entonces lo besé, lo besé y no sabía más a naranja, sabía a chocolate. Entonces…el amor no sabía a naranja, era más cambiante de lo que creí.
Meses pasaron desde que emprendí mi búsqueda por obtener la respuesta definitiva a la famosa pregunta, pero pasó tanto, que simplemente me animé a probar todos esos sabores que el sentir me ofrecía. Sebastián sabía a chocolate, a naranja, a fresa, a limón, a Navidad, a sushi…no había un solo sabor estático además del de su saliva. ¿El amor…sabe a saliva?
¿Será que los labios de alguien más también tienen el mismo sabor? No, he besado a más personas, pero no es lo mismo, ni siquiera tenían sabor. A veces quisiera saber por qué no me apetecen los labios de nadie más que los de Sebastián, y por qué sólo los de él me gustan tanto. Quizá es porque nuestro amor es cosa de infinitos, cosa de algo para siempre.
Me hubiera gustado, pero lo cierto es que un día, un mal día, besé a Sebastián, y él no me besó de vuelta. No me tomó la mano al verme, no me dio su mirada alegre. En cambio, me tendió una mirada larga, y me pidió hablar. Me dio una carta. Sebastián escribió por primera vez algo que su corazón le dictaba: resulta que ese día de la fuente, él no tenía los ojos llorosos de felicidad por verme, él ya estaba empezando a sentirse cansado de nosotros. Mi Sebastián, terminó nuestro nosotros, terminó eso que comenzó con una risa, para culminar con un nudo en la garganta; me hizo de lado, me dejó con el corazón en la mano y la sal en los labios. Me pidió regresarle su corazón, porque ya se estaba quedando marchito; lo arrancó de mi pecho y en el proceso, casi sin paciencia, me arrancó el mío también. Dolió tanto leerlo, pero escribió todo maravillosamente, y me agradeció por todo, incluso dijo que seguiría escribiendo.
Siempre supe que tenía alma de escritor. Al cabo de unos meses, ya no lo encontraba en ningún lugar.
Me dueles en los huesos, en la sangre y en la sal: tú te haces sal; vas a
parar al mar, a su inmensidad, a todo ese gran monumento de agua que no
permite encontrarte, ni encontrarme a mí tampoco. Me pierdo en tu dolor, en las
venas que desbordan su perpetuo aliento a sangre. Alguna vez olieron a naranja
y a limón, ¿qué cambió?
Pero la carta no recibió respuesta. Marco me preguntó qué sentía, y ¿qué más iba a decir?, sólo claro, lo evidente, que yo le quise, y él me quiso a mí también. Yo sentí ser el motivo de tus flores, de las palabras frescas y las palabras mojadas, de sus ojos de miel. Yo sentí su cuello, sus manos largas, yo sentí su vida.
Sentí tantas cosas en el transcurso de un poco más de un año: sentí su amor, su ternura, su risa, sus enojos, sus tristezas. Me enseñó de todo, más de sabores, no lo había pensado pero... también me di cuenta sólo hasta ese momento, que él me dio la inspiración para contestar la pregunta ¿a qué sabe el amor?
Y sabes qué, todos tenían razón, porque es un sentimiento que se vive diferente en cada cuerpo, porque incluso los matices son gigantes, porque es tan versátil, tan colectivo, pero se materializa diferente en cada individuo.
¡Claro, todo eso era! Y sí, la compañía también es amor, quizá no tenga el sabor de un Schnauzer, pero forma parte del manto del mismo. Yo tenía mis propios sabores. Todas las veces que besé a Sebastián fueron amor, todo lo que él me brindó fue amor, e incluso en su partida, mi amor por él no se esfumó, aunque su presencia parece que sí... Sebastián sabía a todo eso, pero también sabía a corazón herido. A su corazón herido también lo adoraba.
Pues bien, henos aquí, ahora sé más cosas que al comienzo, sé mucho que antes no. Ahora no sólo entiendo a qué sabe el amor, también entiendo que las personas pueden irse sin que te des cuenta, y eso no las hace malas personas. Sebastián un día tomó su tiempo, su vida, su espacio y los alejó de mí, entonces me quedé sin espacio, o quizá, con mucho espacio: huecos en el alma, en los brazos, en las lágrimas saladas que se fueron rodando; me hizo extraña, me hizo ajena; pero en el transcurso de nuestro tiempo juntos me hizo inmensamente feliz. Quizá ambos nos equivocamos tantas veces, quizá debí hacer las cosas diferentes, quizá esto, quizá el otro.
No puedo cambiarlo, pero puedo aprender, y puedo decir también que, quizá el amor le sabía diferente cuando estaba conmigo, tal vez no lo sabré nunca. Sin embargo, Marco me dijo que eso es lo bello del amor: que dos personas nunca lo sienten exactamente igual. Estoy de acuerdo. Es un sentimiento que todos podemos vivir diferente, no hay una regla, no hay una respuesta fija. Es así, el amor sabe a sabores infinitos, con compañías diversas, con matices claros y oscuros; es complejo, profundo, pero también nos hace crecer. ¿Qué sería de los soñadores sin el amor?, ¿o de los poetas?, ¿qué sería de la vida sin el amor?, ¿qué sería de mí sin eso? Sería probablemente, algo de no creerse, entonces vivo, sueño, escribo y amo fuertemente, porque el amor es libre, tanto como este escrito, que no sé a dónde irá a parar, pero al final del día, también es amor.
Para B.S.
Y si no lo lees nunca, entonces hay mucho amor en las letras,
hay mucho amor en la nada.