Cayetana
Por Luis Felipe Ferra y Alejandro Maafs
Cayetana
Por Luis Felipe Ferra y Alejandro Maafs
A Jorge Miller
Más pena que dicha y más sufrimiento que esperanza hay en el arte. Detrás suyo no hay bien, sino que, escondido, el diablo emplea su más grande disfraz para perder al artista y alejarlo de la gracia del Señor. De arte murieron Ernest Hemingway y Caravaggio como asistidos por sus encantos lo hicieran Jackson Pollock y José Asunción Silva. En este tortuoso camino el asolamiento es seguro y larga la agonía.
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El abrasador sol de Jerez de la Frontera bañaba los techos y los balcones de la ciudad de un dorado intenso. Encima de un tablao, los golpes de un zapateado levantaron el polvo que se delineaba a través del haz de una de las luces de la vieja taberna. Al ritmo de bulería el cajonero marcaba el compás alternando palmas secas y sordas, en tanto que Antonio, el gitano, tocaba con alzapúa y rasgueado las cuerdas de su maltratada guitarra flamenca. Al término del ensayo, don Manolo, el dueño del local, se dirigió al joven guitarrista y le explicó apesadumbrado que no contaba con los suficientes duros para pagarle puesto que dos días antes un moro le había estafado vendiéndole azafrán de Asia como auténtico de la Mancha. A cambio, podía compensarle con una caja de manzanillas y un billete en sombra para la faena del domingo por la tarde... Sin chistar, Antonio quien no vivía con holgura, convino.
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Tras una extraordinaria verónica, la plaza entera prorrumpió en aplausos y vítores. Fue ahí cuando Antonio se percató de la seductora presencia de una madura mujer cuyo rostro era mezcla de judíos, moros y cristianos que se encontraron hacía mucho en territorio andaluz. Llevaba un sombrero cordobés y un vestido escotado de semejante tonalidad al del capote del matador. Desde entonces, no hubo manera de que el músico le quitara la vista de encima. Concluida la corrida, mientras Antonio y el tabernero bajaban por las estrechas gradas de la plaza, Manolo sintió un empujón que le tiró el puro de la boca —¡Don Manolo!— dijo ella apenada —disculpe, ¡qué vergüenza! El tabernero respondió reconociéndola y sin la posibilidad de enfadarse respondió —no ha sido nada doña Cayetana. Arrastrados por la mar de gente encaminada a la salida, don Manolo aprovechó para presentar al gitano como un virtuoso guitarrista. —Antonio Cazorla, a sus órdenes—, se adelantó presto el músico. Incómoda por el tumulto, la mujer extendió su mano al chaval —encantada, Cayetana Baeza— respondió con un ronco, pero refinado acento.
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Como cada noche de jueves, Antonio de nariz ganchuda y cabello castaño tocaba en el tablao de la taberna de don Manolo con su cuadro flamenco formado por los hermanos Toro, Íñigo, cajonero y Macarena, bailaora, quien de vez en vez se encargaba del cante. Al tañer el último acorde del fandango, Antonio levantó la mirada hacia el público. Las siete mesas aplaudían; en una de ellas estaba Cayetana, cuya presencia había inadvertido por estar concentrado en su instrumento. Cuando el gitano por fin la descubrió, ella esbozó una mueca de complicidad abanicándose los pechos; dejó algunos billetes en la mesa para pagar el trago de vino amontillado y abandonó el lugar. Inmediatamente después de un par de bulerías que cerraron la noche, los hermanos se marcharon, Antonio, por su lado, permaneció un rato más para negociar con Manolo la posibilidad de tocar también los fines de semana.
Afuera, sobre la solitaria calle adoquinada, dentro de un sorprendente Cadillac De Ville año 1968, como sacado de una película blanco y negro, aguardaba Cayetana. Al ver aparecer al guitarrista, le llamó por su nombre y él, desconcertado, no supo bien qué hacer. —Guapo, ¡soy Cayetana! Escamado, el joven se acercó a la ventana trasera del auto. —Vaya que tienes arte, hijo—, elogió la señora al muchacho, —¿qué opinión te merece el guitarrista Jorge Miller? A lo que el mozo respondió con rubor —lo siento, no, no le conozco... Cayetana paseó dos dedos por sus labios, —buena excusa para invitarte una copa guapo. Antonio, en respuesta, no pudo reprimir una sonrisa que le brotaba desde el intestino.
El Cadillac cruzó la portentosa entrada de un cortijo ubicado a las afueras de Jerez. Al bajar del automóvil, ella cogió con desenfado la mano del gitano y le condujo a través de un patio colmado de parras, jazmines y buganvillas para llegar así al salón arabesco en el que colgaban originales aguafuertes taurinos de Goya. Una vez en aquel salón de aires orientales, Cayetana le presumió mantones traídos desde Filipinas, un muestrario de puñales andaluces de tiempos remotos, y mostrole, además, su colección de diversos instrumentos que iban desde laúdes hasta las mejores guitarras de los Hermanos Conde; enseguida sirvió coñac en dos copas de balón, se sentó frente a él y comenzaron a charlar sobre cante jondo y falsetas famosas.
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Luciendo enteramente distinto, Antonio se presentó en la taberna el jueves siguiente. Por vez primera iba perfumado y bien vestido: camisa y pantalones a la medida, y al cuello, un camafeo que guardaba el retrato de doña Cayetana. Y aunque al rechoncho Manolo le pareció muy maja la nueva apariencia del chico, los parientes Toro se mostraron recelosos e hicieron un par de bromas a su costa. Durante la presentación, Macarena se deslizaba con giros y braceos e Íñigo se lucía golpeando el cajón; por su parte, Antonio rasgaba la guitarra con arte. Dos años de trabajo, había fructificado en la complicidad del cuadro. Sin embargo, a través de las ventanas del sitio, el gitano vio llegar el anacrónico Cadillac 68, y acto seguido, guardó su instrumento en el estuche. Faltando aún media hora de las dos que el conjunto debía tocar, Antonio expresó a los contrariados hermanos, —terminen ustedes, ¿vale?—, y dejando inconclusa la función continuó —mañana en el ensayo seguimos, que he quedado.
Luego de oler el jerez servido en la copa, Cayetana la giró delicadamente y reparó con satisfacción su manifiesta fluidez, —los artistas son ángeles enviados por Dios para encargarse de aquellos asuntos que la mayoría considera triviales— el joven músico escuchaba admirado. —Chiquillo, en un mundo donde la gente se rige por estrictas normas de conducta, el artista está libre de ellas. ¿Me entiendes? Puedes hacer lo que prefieras. Al decir eso, Cayetana cruzó la pierna indiscretamente; fue así como Antonio pudo distinguir el liguero de las medias de encaje, mismo que apretaba la entrepierna de la tentadora mujer, —con un don fuiste agraciado... Toca, toca por siempre y trivial será todo lo demás— le rogó mirándolo con fijeza. La señora descolgó una de las guitarras de su sala y entregósela a Antonio para que improvisara una soleá. Atraída por las notas, Cayetana se soltó el cabello y a posta, bajó uno de los tirantes de su vestido; cuando el chaval se distrajo contemplando las carnes de la mujer, Cayetana se acercó a él para recordarle susurrándole al oído: —no dejes de tocar...
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Pasada esa noche, Cayetana se convertiría en su fuente de inspiración, amante y mecenas. Cuenta la gente de Jerez que a menudo se les veía juntos a deshoras y no precisamente en los sitios más decorosos. Pronto, el joven gitano se hizo de un nombre como jugador de zanga, apostando a destajo las monedas que su musa le regalaba. En cuestión de días Antonio había hecho un notorio progreso en su arte; si en el gaditano ya afloraba un estilo propio, ahora parecía estar camino a reinventar el flamenco. Él mismo no daba crédito de la agilidad para cambiar acordes que había conseguido con la mano izquierda y aquella profunda conexión con el nuevo instrumento que le obsequiara Cayetana. Antonio creyó estar soñando, y por un instante recordó el grasiento trastero cercano al alcázar, al que llamara casa. Sus tristes pensamientos se interrumpieron por un intenso aroma a jazmín, tras él, se escurrieron las manos de la señora hundiéndose en los omóplatos de su protegido para consentirle. —Aférrate a tu orgullo de artista y no permitas, que la mala sombra de la gente te perturbe porque el talento que tienes es un bien escaso... Dominarlo conlleva un coste muy alto.
Antonio prácticamente se había instalado en el cortijo. En una tarima bien acondicionada en la amplia zona de estar, practicaba día y noche para el beneplácito de su protectora. De tal suerte que pasaron casi cuatro semanas sin que Antonio se apersonara por la taberna de Manolo; y cuando lo hizo, una seca tarde de septiembre, encontró al conjunto artístico tan confundido como furibundo. Sin embargo, Antonio se desembarazó de los reclamos objetando que él sólo tocaba con músicos de su altura. —¡Pues que esa paya ramera y relamida de tu dueña te compre otro cajonero y otra bailaora!— increpó Macarena con su marcado acento andaluz. —Aquí la única que sabe de puterías eres tú, porque te jode que haya sabido elegir. Pero tranquila, ¡que ya tengo quien me planche las camisas!— replicó el guitarrista pagado de sí mismo. Sin pensarlo dos veces, Íñigo impactó contundentemente el pómulo de Antonio, quien terminase entre las hogazas y los chorizos amontonados en una de las esquinas. —¡Valías más cuando eras pobre!—, riñó con voz enérgica Íñigo a la par que se sobaba los nudillos de la mano derecha.
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Reposando la cabeza sobre las piernas de Cayetana, Antonio enrabiado farfulló —¡Este cateto no vale pa ná!— La mujer le cambiaba el pañuelo enrojecido de sangre. —Recuerda Antonio, en un mundo donde la gente se rige por las normas de conducta, el artista está exento de ellas. Con la herida ostensiblemente menos inflamada, el joven instrumentista se vistió más elegante que de costumbre para asistir, como cada año, a la feria de la vendimia, se había vertido encima medio frasco de colonia de flor de azahar. No obstante, Cayetana, fastidiada de aquellas fiestas, prefirió quedarse a atender los geranios y claveles del exuberante patio, por lo que introdujo algo de dinero en la cartera del músico, puso en su palma uno de los puñales de su colección que sobre la hoja de acero tenía grabada la frase: “vivir del arte”, y cerrándola, le besó el puño. Agradecido, el músico intentó descifrar para sí la edad de Cayetana, pero le fue imposible. Lo único que veía en ella era una pasión ardorosa y le robó un beso que le supo a almíbar. Guardó la daga en su chaleco y apresuró a marcharse.
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Los jerezanos celebraban como sólo ellos saben. El centro de la ciudad estaba tomado por puestos de comida y vendedores ambulantes de naturalezas variopintas y el vino, corría en todas las direcciones. Ahí, como reza la expresión popular, no cabía ni un alfiler. Entra las atracciones, los curiosos se arremolinaron en torno a un viejo titiritero que manipulaba con indescriptible astucia a un guitarrista flamenco. La pequeña figura de madera sentada en un banquillo a escala dejó de tocar cuando apareciera en escena, una estilizada mujer con traje de montar batiendo una fusta contra el piso de cartón. La gente estalló al unísono en grandes carcajadas. Antonio tuvo que reírse contra su voluntad. El titiritero hizo que la figura de la jinete montara al guitarrista, que caminaba sobre sus cuatro patas rebuznando como asno. El gitano, desorientado, se inclinó el sombrero de paja, y deslizándose por una de las estrechas calles, se guareció en el dintel de una puerta que le proporcionó sombra. —¡Pueblo ordinario!—, maldijo entre dientes.
Desde la calleja, inusualmente vacía, Antonio reconoció a Íñigo; recargado en el balcón de la taberna de Manolo, bebía directo de una botella de tinto. Con ánimo de disculparse, entró en el sitio que olía a boquerones, ajo y vinagre; subió a la primera planta y se encontró con el cajonero, ya más borracho que sobrio. Los dos viejos colegas charlaron sobre retomar el trío. Y así, ofreció Antonio un abrazo a su amigo proponiendo olvidar afrentas pasadas, —carajote, he sido un gilipollas... Al acercársele, el guitarrista sujetó fuertemente uno de los antebrazos de aquél y del bolsillo de su chaleco sacó el puñal que enterraría dos veces en el hígado del hermano de Macarena. Traicionado, Íñigo se tambaleó languideciendo, momento que el gitano aprovechó para defenestrarlo de un empellón.
Al escuchar el golpe seco sobre el adoquín, raudo salió de la trastienda don Manolo. Se cogió los cabellos del susto —¡qué es esto por Dios! Apenas alcanzó a distinguir a Antonio abandonar la taberna y confundirse con la multitud de andaluces ebrios. Turbado como nunca en su corta vida, el guitarrista sentía que la gente con tan sólo mirarle sería capaz de adivinar el crimen perpetrado; así que no tuvo las agallas para detener ningún taxi y caminó tan rápido como pudo para escapar de la ciudad, utilizando en favor suyo la penumbra de la tarde. De camino a la mansión, Antonio rezó cuantas oraciones le había enseñado su difunta madre, creyó ser más fuerte que el remordimiento, pero sentía el alma marchita de sangre. Lo poco que le quedaba de humanidad se hundía sin remedio en los abismos del infierno y sólo deseaba abrazar fuertemente a Cayetana, el último de sus consuelos. Por su parte, don Manolo, aun con las manos convulsas, marcó el teléfono de Macarena para darle la funesta noticia. La bailaora dejó caer el auricular, fue por la vieja pistola de su hermano, se montó en la motocicleta destartalada y con arrebato partió en busca del asesino.
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El corazón de Antonio que batía acelerado se detuvo de golpe al llegar al cortijo señorial y ver que estaba convertido en ruinas; la imponente reja de la entrada no era más que un montón de fierros deslucidos y oxidados; los azulejos que alguna vez decoraran la fachada se encontraban rebajados como si el tiempo les hubiese pedido cuentas; y las tejas árabes de aquella casa, agrietados y enmohecidos. No había Goyas, Cadillac ni coñac, y cuando Antonio pensó que deliraba, se arrancó el camafeo de un tirón, pero para sorpresa suya la imagen se había borrado. Sin dar crédito, el guitarrista buscó con ofuscación a su protectora por cada uno de los cuartos, detrás de las columnas quebradas del patio y en los oscuros rellanos de las escaleras. — ¡Cayetana!, ¡Cayetana!— desgañitaba exacerbado con la boca reseca de miedo. El eco reverberó a través del palacete vacío y cubierto de broza.
Cuando la hermana de Íñigo arribó al lugar, advirtió la oscura silueta del gitano arrodillado en el ahora marchito jardín. Estaba desquiciado por la paranormal desaparición de su amante. — ¡Cómo has podido!—, reclamó con la voz desgarrada la más pequeña de los Toro. — Macarena...— apenas respondió el músico en medio de su trance. Entre lágrimas la bailaora sentenció —¡No puedo perdonarte!— Pese al amor que alguna vez le tuvo, Macarena sacó el arma de su bolso y a quemarropa disparó. Primero un tiro en la pierna y enseguida, impulsivamente, descargó las cinco balas restantes por el cuerpo del gitano. De las heridas no emergió una sola gota de sangre. Por el contrario, un hedor fecal, combinación de vómito y queso podrido, impregnó el ambiente. Antonio se desplomó debajo de una de las farolas de la casona andaluza. Asistida por el reflejo de la luz plomiza, Macarena aterrorizada y asqueada a la vez, vio salir de los boquetes del muerto un río de larvas, babosas, gallinas ciegas y sanguijuelas. Deshecha y con la voz rota Macarena le preguntó al cadáver de Antonio —¿Así que esto es el arte?